¿QUÉ ES LA BIBLIA?
El significado de la palabra Biblia
Hay varias maneras de responder a esta
pregunta. Una de ellas consiste en explicar el significado de la palabra
Biblia.
Biblia es una palabra de origen griego (el
plural de biblion, «papiro para escribir» y también «libro»), y significa
literalmente «los Libros». Del griego, ese término pasó al latín, y a través de
él a las lenguas occidentales, no ya como nombre plural, sino como singular
femenino: la Biblia, es decir, el Libro por excelencia. Con este término se
designa ahora a la colección de escritos reconocidos como sagrados por el
pueblo judío y por la iglesia cristiana.
La Biblia está dividida en dos partes de
extensión bastante desigual, llamadas habitualmente Antiguo y Nuevo Testamento.
A primera vista, la palabra «testamento» se presta a un equívoco, porque no se
ve muy bien en qué sentido puede aplicarse a la Biblia. Sin embargo, la
dificultad se aclara si se tiene en cuenta la vinculación de la palabra latina
testamentum con el hebreo berit, «pacto» o «alianza».
Berit es uno de los términos fundamentales de
la teología bíblica. Con él se designa el lazo de unión que el Señor estableció
con su pueblo en el monte Sinaí. A este pacto, alianza o lazo de unión
establecido por intermedio de Moisés, los profetas contrapusieron una «nueva
alianza», que no estaría escrita, como la antigua, sobre tablas de piedra, sino
en el corazón de las personas por el Espíritu del Señor (Jer 31.31–34; Ez
36.26–27). De ahí la distinción entre la «nueva» y la «antigua alianza»: la
primera, sellada en el Sinaí, fue ratificada con sacrificios de animales; la
segunda, incomparablemente superior, fue establecida con la sangre de Cristo.
Ahora bien, el término hebreo berit se
tradujo al griego con la palabra diatheke, que significa «disposición»,
«arreglo», y de ahí «última disposición» o «última voluntad», es decir,
«testamento». De este modo, la versión griega de la Biblia, conocida con el
nombre de Septuaginta o traducción de los Setenta (LXX), quiso poner de relieve
que el pacto o alianza era un don y una gracia de Dios, y no el fruto o el
resultado de una decisión humana.
La palabra griega diatheke fue luego
traducida al latín por testamentum, y de allí pasó a las lenguas modernas. Por
eso se habla corrientemente del Antiguo y del Nuevo Testamento.
A la Biblia se le da también el nombre de
Sagrada Escritura. En el judaísmo, en cambio, se le designa con la palabra
tanak, que en realidad es una sigla formada con las iniciales de Torah, Nƒbi<im y Kƒtubim, es
decir, de las tres partes o secciones en que se divide la Biblia hebrea: La
Ley, los Profetas y los Escritos.
La Biblia, Palabra de Dios
La otra respuesta no se contenta con explicar
el significado de una palabra, sino que da otro paso y trata de penetrar más en
la realidad profunda de la Biblia: la Biblia es la Palabra de Dios.
En la Biblia se encuentran mensajes de los
profetas, palabras de Jesús y testimonios de los apóstoles. Los profetas, Jesús
y los apóstoles actuaron y hablaron en distintas épocas y en circunstancias muy
diversas. Pero todos anunciaron la Palabra de Dios.
Los profetas se presentaron como testigos y
mensajeros de la Palabra, y así lo expresaron muchas veces de manera
inequívoca, por ejemplo, cuando introducían sus mensajes con la frase: «Así
dice el Señor». (Cf. Jer 1.9–10a: «Entonces el Señor extendió la mano, me tocó
los labios y me dijo: ‘Yo pongo mis palabras en tus labios’».)1{1 Las citas
bíblicas son de la versión Dios Habla Hoy, segunda edición, de las Sociedades
Bíblicas Unidas. Cuando se cita otra versión, se colocan sus iniciales
inmediatamente después de la cita.}
Después de haber comunicado su Palabra por
medio de los profetas, Dios se reveló en la persona y en la obra redentora de
Jesús, como lo expresa la Carta a los Hebreos (1.1–2): «En tiempos antiguos
Dios habló a nuestros antepasados muchas veces y de muchas maneras por medio de
los profetas. Ahora, en estos tiempos últimos, nos ha hablado por su Hijo».
Jesucristo, la Palabra hecha carne (Jn 1.14),
dio testimonio de lo que había visto y oído junto al Padre (Jn 1.18; cf.{cf.
compárese} Mt 11.27), y envió a sus discípulos diciéndoles: «El que los escucha
a ustedes, me escucha a mí; y el que los rechaza a ustedes, me rechaza a mí; y
el que me rechaza a mí, rechaza al que me envió» (Lc 10.16).
Los apóstoles, a su vez, fueron testigos
oculares y servidores de la Palabra (Lc 1.2). Ellos fueron elegidos de antemano
por Dios (Hch 10.41–42), y a ellos se les confió la misión de anunciar la
Palabra de Dios a todo el mundo (Mc 16.15).
Este mensaje de los profetas, de Jesús y de
los apóstoles fue luego consignado por escrito, y así nació la Biblia, que es
la Palabra de Dios encarnada en un lenguaje humano. Ella, como Jesucristo, es
plenamente divina y plenamente humana, sin que lo divino ceda en detrimento de
lo humano, ni lo humano de lo divino.
Ahora bien: la palabra es la acción de una
persona que expresa algo de sí misma y se dirige a otra para establecer una
comunicación.
1. Si analizamos por partes los elementos de
esta definición, vemos que hablar es, en primer lugar, dirigirse a otro. El que
habla, por el simple hecho de dirigir la palabra a otra persona (y aunque no lo
diga expresamente), está manifestando la voluntad de ser escuchado y
comprendido, de obtener una respuesta, de lograr que su palabra no caiga en el
vacío.
Dicho de otra manera: toda palabra interpela
al destinatario del mensaje; es invitación, llamado, interpelación. El ser de
la palabra es esencialmente «para-otro», tiene un carácter interpersonal y
oblativo.2{2 Oblativo es el adjetivo de oblación. Esta palabra significa «el
acto de ofrecer algo a Dios; ofrenda y sacrificio que se hace a Dios».}
La orientación hacia el destinatario del
mensaje, generalmente sobreentendida, aflora a veces de manera explícita y se
expresa en palabras y en giros sintácticos, de un modo especial, en los
vocativos y en los imperativos.
Así, cuando el Señor dice «¡Abraham,
Abraham!» (Gn 22.11) o «¡Moisés, Moisés!» (Ex 3.4), lo que hace es atraer la
atención del que va a ser su interlocutor. Todavía no le ha comunicado nada. Lo
llama simplemente para obtener de él una respuesta y establecer de ese modo el
circuito de la comunicación. Porque sin ese llamado previo, y sin la respuesta
del interlocutor, no habría diálogo posible.
De igual manera, el que pide algo, o da una
orden con un imperativo, apunta en forma directa al destinatario del mensaje:
«Ve a lavarte al estanque de Siloé», le dice Jesús al ciego de nacimiento, y
esta orden provoca en él una respuesta inmediata: «El ciego fue y se lavó» (Jn
9.7).
2. Además, toda palabra comunica algo. Los
interlocutores intercambian siempre algún tipo de información, y hasta la
conversación más trivial versa sobre algún tema. El tema de la conversación, el
significado de las palabras, la noticia que se quiere comunicar, dan un
contenido al mensaje.
3. Por su misma dinámica interna, la palabra
tiende a convertirse en diálogo entre un yo y un tú. Es verdad que muchas veces
empleamos el lenguaje por razones prácticas, de manera que la comunicación se
establece casi siempre en un contexto utilitario y más bien superficial.
Además, la comunicación fracasa muchas veces porque las personas no se abren al
diálogo sino que se encierran en su propio egoísmo, o porque la buena
disposición de una persona no encuentra en la otra una acogida o un eco
favorable.
Por lo tanto, el encuentro personal puede
adquirir distintos grados de profundidad, o puede incluso frustrarse por la
falta de receptividad y de correspondencia en alguna de las partes. Pero
también hay veces en que el encuentro se realiza plenamente, ya que la palabra
y la respuesta se convierten en un diálogo auténtico y recíproco de comunión y
de mutuo compromiso. Sólo en el encuentro amoroso puede darse esta perfecta
reciprocidad, que es fruto de una revelación y de un don, por una parte, y de
una acogida franca y abierta, por la otra.
Estos aspectos del lenguaje humano se aplican
analógicamente a la Palabra de Dios. O expresado de otra manera: este encuentro
y este diálogo se vuelven a encontrar en el plano infinitamente más elevado de
la revelación de Dios y de la fe.
La Palabra de Dios posee un contenido: Es la
buena noticia por excelencia, el evangelio de la salvación. Así puede
apreciarse, por ejemplo, en los pasajes siguientes:
«Oye, Israel: El Señor nuestro Dios es el
único Señor.
Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma
y con todas tus fuerzas». (Dt
6.4–5)
«Ama a tu prójimo como a ti mismo». (Lv
19.18; Ro 13.9)
«Si con tu boca reconoces a Jesús como Señor, y con tu corazón crees que Dios lo
resucitó, alcanzarás la salvación». (Ro 10.9)
Estos tres pasajes expresan contenidos
fundamentales del mensaje bíblico, como son el mandamiento principal (cf.{cf.
compárese} Mt 22.34–40) y la profesión de fe en Cristo (cf.{cf. compárese} 1 Co
15.1–7).
Pero no basta escuchar con los oídos, porque
la Palabra de Dios interpela, quiere ser acogida interiormente, reclama una
respuesta.
Esa respuesta es la fe. Mediante la fe, que
acoge el mensaje de la Palabra, se realiza el encuentro con el Dios viviente. Y
esta respuesta de la fe hace que la Palabra de Dios - creída, proclamada y
vivida individual y eclesialmente- llegue a ser una fuerza eficaz en la
historia.
La Palabra de Dios es también eficaz: «…tiene
vida y poder. Es más aguda que cualquier espada de dos filos, y penetra hasta
lo más profundo del alma y del espíritu, hasta lo más íntimo de la persona;…»
(Heb 4.12).
«Así como la lluvia y la nieve bajan del
cielo, y no vuelven allá, sino
que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, y producen la semilla
para sembrar y el pan para comer, así
también la palabra que sale de mis labios no vuelve a mí sin producir efecto, sino que hace lo que yo quiero y
cumple la orden que le doy». (Is 55.10–11)
Esta Palabra tiene tanta eficacia porque Dios
actúa desde el exterior y también en el interior de las personas. A diferencia
de los seres humanos, que sólo disponen de la fuerza expresiva y significativa
del lenguaje, el Espíritu de Dios penetra en el interior de las personas y allí
realiza su acción más profunda.
Para referirse a esta eficacia, la Escritura
habla de una revelación especial (Mt 11.25), de una luz que Dios hace brotar en
nuestro corazón (2 Co 4.6), y de una atracción interior (Jn 6.44).
Por la acción del Espíritu Santo, Dios puede
infundir en el espíritu humano una luz que lo incline a aceptar confiadamente
el testimonio divino. La iniciativa parte siempre de Dios. De él proceden el
mensaje de la salvación y la capacidad para dar una respuesta de fe a ese
mensaje.
La Palabra de Dios y la fe son, por lo tanto,
esencialmente interpersonales. El que acoge la Palabra y permanece en ella, de
siervo pasa a ser hijo y amigo, y se inicia en los secretos del Padre, que el
Hijo y el Espíritu son los únicos en conocer. No cabe imaginar un encuentro humano
que alcance tanta hondura de intimidad y de comunicación.
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